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Nicaragua (I)

Nicaragua (I)

Por: Germán Vargas Lleras

Este lunes se inician en La Haya las audiencias relativas a la tercera demanda interpuesta por Nicaragua en contra de Colombia en el marco del diferendo limítrofe entre las dos naciones. Esta se refiere al supuesto no acatamiento por nuestro país del nefasto fallo proferido por la Corte Internacional en 2012. Con ocasión de estas audiencias fue que el Gobierno Nacional intentó reunir a los expresidentes en la Comisión de Relaciones Exteriores. Las diferencias personales lamentablemente frustraron el encuentro.

Este problema limítrofe no es nuevo. Ya desde 1969 Nicaragua había sostenido que el Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928 no era válido porque se había celebrado cuando Nicaragua estaba invadida por Estados Unidos y que en esas circunstancias no podría un tratado producir efectos jurídicos. Tesis difícil de aceptar, pero que representaba un primer campanazo de alerta.

Colombia sostuvo entonces, y sigue haciéndolo cincuenta años después, que el tratado es válido y que este fijó como límite entre las dos naciones el famoso meridiano 82. Lo anterior por cuanto Colombia siempre ha interpretado que el mencionado tratado no solo fijaba una asignación de territorio (San Andrés, Providencia y Santa Catalina), sino que fijaba límites marinos. Lo cierto es que para la época, el derecho del mar era muy incipiente y solo establecía un mar territorial de 3 millas, y no existía el concepto de delimitación marítima.

Pero el derecho internacional siguió avanzando hasta llegar a la Convención del Derecho del Mar de 1958 y las complementarias de Ginebra y de Jamaica de 1982, en las que aparecieron figuras nuevas como la del mar territorial de 12 millas y también aquella de las zonas económicas exclusivas, que involucran la plataforma marina que establece derechos sobre las aguas y el subsuelo dentro de las 200 millas. Colombia firmó la Convención pero nunca la ratificó, pensando no en Nicaragua, sino seguramente en una eventual demanda contra Venezuela, que nunca llegó a interponerse.

En 1948, en medio de las revueltas capitalinas, suscribimos el llamado Pacto de Bogotá sobre solución de controversias pacíficas. Uno de los mecanismos acordados fue el de recurrir a la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Quedamos entonces con dos instrumentos que nos obligaban a aceptar este tribunal: el voluntario de Naciones Unidas y el del Pacto de Bogotá, cuyo nombre según algunos analistas fue el responsable de que, muy a la colombiana por ‘pena’, no lo hubiéramos denunciado a tiempo.

Con la evolución del derecho del mar nos vinimos a dar cuenta de que el Tratado Esguerra-Bárcenas realmente era un tratado sobre territorio, pero no decía nada sobre delimitación de aguas marinas y surgió el problema de qué hacer cuando hay costas opuestas a distancias inferiores a 400 millas, como en el caso de Nicaragua y otros países vecinos. Pero seguimos insistiendo en la tesis del ‘pacta sunt servanda’ o de ‘lo pactado obliga a las partes’, aun cuando creo que ya habíamos advertido la fragilidad de esta.

Lamentablemente, en los años 80 nadie le paró bolas al internacionalista Enrique Gaviria Liévano con su tesis del archipiélago de Estado, que Colombia habría podido aplicar a San Andrés como lo hicieron exitosamente Ecuador con las islas Galápagos y España y Portugal con las islas Baleares y las islas Azores, respectivamente.

En 1994, el embajador Carlos Gustavo Arrieta fue informado por el colombiano Eduardo Valencia, secretario general del Tribunal de La Haya, con total certeza, que Nicaragua estaba contratando abogados para promover la demanda. Curioso que, informado, el gobierno de Samper no tomara la decisión de renunciar a la jurisdicción. Y como se esperaba, en 2001 se presentó la demanda y entonces sí el gobierno de Pastrana resolvió renunciar a la jurisdicción, pero lo hizo tardíamente y, lo que es más grave, no denunció el Pacto de Bogotá, como no lo hizo Uribe en sus dos periodos, que, como vimos, también nos obligaba a acudir a la Corte de La Haya. De haberse hecho, nos hubiéramos evitado la segunda y la tercera demanda, con consecuencias aún impredecibles para Colombia.

Me propongo en la próxima nota poner sobre el tapete varias preguntas y poner la lupa sobre realidades que no por incómodas deberían seguir ocultándose a la opinión pública.

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